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Carlos Mazón descendió del coche oficial con paso firme, como quien se sabe a salvo. A salvo de pancartas, de protestas y del eco incómodo de los abucheos que en los últimos días había soportado con estoica impotencia. Nueva York estaba a 5.982 kilómetros lo de Valencia, lo que le ofrecía una tregua que necesitaba con carácter urgente. Por fin, podía disfrutar de algo de calma, aire limpio, vistas de rascacielos… y ni una sola consigna coreada a su paso contra su dignidad.
A su lado, un asesor repasaba la agenda con meticulosa diligencia: “Tarde libre, descanso en el hotel, y luego paseo relajado por Times Square. Si le apetece, señor presidente, podríamos hacer una visita al MoMA y ver algunas obras de artistas valencianos”.
Pero Mazón no escuchaba. Imaginaba ya la instantánea perfecta: sólo él y su ego, erguido, posando frente al espectáculo de luces y colores de Times Square, con mirada de estadista y un pie ligeramente adelantado, como señalando su porvenir. Ya visualizaba el encuadre, el filtro, la perfección de la foto y los miles de likes que recibiría.
Pero el destino le tenía deparada una cruel sorpresa que se materializó justo cuando se detuvieron en el paso de peatones donde la 45th desemboca en la Plaza de Times Square. Una explosión de luz y ruido envolvía a la comitiva ambientada con una banda sonora de cláxones, pantallas rutilantes, un gentío inabarcable… así hasta que de pronto, en una de las fachadas digitales más imponente la comitiva vio aparecer en un gran cartel… ¡el rostro de Carlos Mazón!
No se trataba de un error de percepción provocado por el jet lag. Ni mucho menos. Aquello era real.
El rostro de Carlos Mazón Mazón se identificaba perfectamente al ocupar varios metros cuadrados de un enorme y rutilante anuncio publicitario donde destacaba el inconfundible logo del partido político valenciano Compromís, así como una leyenda demoledora:
“València busca president”
“Tenemos 228 razones para que no vuelvas.”
El silencio que se adueñó del séquito fue absoluto. La impostada sonrisa del president se deshizo en una mueca indescifrable. Las cejas trazaron un arco de estupor, las manos buscaron refugio en los bolsillos pero no encontraron abrigo emocional. Mazón experimentó la sensación de habitar el cuerpo de otro.
—“¿Esto estaba en la agenda?”, murmuró dirigiéndose a sus colaboradores y apenas moviendo los labios.
—“Eh… no… debe de ser… publicidad estática, o no sé qué president…”, contestó el asesor, fingiendo neutralidad mientras una sonrisa reprimida pugnaba por materializarse en su rostro.
Un turista, ajeno al drama que, pidió amablemente al president que se apartara un poco:
—“Está bloqueando el cartel que quiero fotografiar: ¡es buenísimo!”
Mazón se hizo a un lado aliviado por no haber sido reconocido. El desconcierto le inundaba rostro como una especie de incómoda niebla.
Camino del hotel —un cinco estrellas de lujo ubicado en la misma plaza de los carteles luminosos— alguien susurró: “Quizá deberíamos cancelar la visita al MoMA…”.
Ya en su suite del piso 37, Mazón contempló la ciudad desde uno de los inmensos ventanales del salón. Iba en batín. Se había dado una ducha, sorbía una tila y aguardaba a que el diazepam que había sacado del botiquín de su maleta surtiera efecto. Frente a él, la pantalla de Times Square donde intermitente aparecía su rostro seguía viva. En ese momento proyectaba un anuncio de iPhone, pero él sabía que volvería a aparecer su imagen más antes o después.
Mientras observaba su imagen lejana, con los labios temblorosos, el nada honorable President de la Generalitat Valenciana, susurró algo entre dientes. Algo que, de haberlo oído Joan Baldoví, le habría sacado una sonrisa: “A este cabronazo de Baldoví seguro que le gusta la fruta”.