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Filipinas fue España desde 1565 hasta 1898; es decir, durante trescientos treinta y tres años, pero, en aparente paradoja, pocos españoles saben algo de ese larguísimo periodo y, por añadidura, muchos desconocen la cocina pinoy, interesantísima fusión de condumios españoles y asiáticos.

La antedicha aparente paradoja se explica porque, en realidad, no fueron las autoridades políticas ni militares españolas las que controlaron el archipiélago durante más de tres centurias, sino una suerte de “dictadura frailuna” formada por agustinos, franciscanos descalzos, jesuitas y agustinos recoletos. Los de aquellas órdenes, que fueron llegando en oleadas y por el orden antedicho, pusieron buen cuidado en que los nativos no aprendiera español, no fuera a ser que luego quisieran hacer el bachillerato y se pusieran pitos, por lo que se afanaron en aprender rápidamente su idioma. Para ello tuvieron que elegir de entre el centenar y medio de lenguas que se hablaban en las islas, y héteme aquí que mayoritariamente escogieron el tagalo, con el que se comunicaban los indígenas que habitaban el centro de la isla de Luzón.
Dejando a un lado lo espiritual, difícil de evaluar, a los frailes hay que concederles el gran mérito de haber introducido en la cocina nativa los chiles y los pimientos, el tomate, el maíz, el lechón y los torreznos, la conservación en vinagre y especias, el escabechado, el salteado con ajos y hasta una suerte de arroz que llaman paella y que lleva chorizo, desde varias centurias antes de que se le ocurriera a Jamie Oliver.

Platos muy a considerar para recrear la base de este fascinante modelo culinario serían el imprescindible Pancit, finísimos fideos de arroz con panceta de cerdo y verduras, bastante similar al yasisoba y al yaki udon; Tinola, la sopa que adoraba el gran José Rizal, héroe nacional y protomártir; Papaitan, sopa de entrañas, tripas y callos de vaca; Bulalo, caldo de maíz, verduras, carne y huesos de vaca; Adobo, que es pollo en vinagre y salsa de soja; Dinuguan, estofado de carne y sangre de cerdo; Hígado con verduras a la filipina; Kare-kare, estofado de caldo de cacahuete y verduras, acompañado de casquería; Pakbet, salteado de verduras filipinas y cerdo en salsa; Sisig, cabeza de cerdo con cebolla, yema de huevo y cítricos; y de postre, Halo-halo, helado en copa gigantesco para los de mucho saque; o Kutsinta, arroz vaporizado con leche condensada para los más golosos.

Todo este excitante catálogo culinario pinoy se puede disfrutar en Tambayan, un local luminoso y ordenado del madrileño barrio de Tetuán, donde Lucky, la propietaria y maestresala, atiende con mimo y explica con paciencia los entresijos de la carta a los escasísimos clientes no filipinos. La fórmula ideal es una fuente enorme de la fórmula que se elija, en compaña de otro que puede ser arroz blanco o el ya mentado pancit, todo ello, bebida incluida, por el increíble precio de 9 euritos.
Sabido es que los médicos piden a sus pacientes que digan “treinta y tres” mientras les auscultan para evaluar el frémito vocal; es decir, la vibración de las paredes torácicas causada por el sistema broncopulmonar. Pues ahora, para tasar y justipreciar el conocimiento en cocina pinoy, el enfermo de ignorancia previa deberá decir, alto y claro, trescientos treinta y tres. Ya saben, por lo de los años que estuvimos y no supimos.
